Camisa sin planchar azul marino, pantalón algo arrugado en la parte inferior de color marrón y zapatos negros; allí estaba él. Resultó ser más pequeño de lo que inicialmente me imaginé. No importaba. Nos rozamos con el codo y lo acompañé durante media mañana hasta que por fin entendí cuál sería mi labor. El sándwich y Frugos con los que me dio la bienvenida me hicieron sentir un niño de ocho años. Hoy cuando lo veo, a veces, vuelvo a sentirme así. Él todavía no se da cuenta.
UN LUGAR

De pequeños nos suelen prohibir normalmente muchas actividades que los mayores señalan que son "para adultos". "¿Qué es ser adulto?", me pregunto yo. ¿Acaso es cumplir los dieciocho años y recibir el DNI de color azul? ¿Acaso es culminar tu carrera técnica o universitaria? ¿O acaso es tener independencia emocional y económica? ¿ O todo lo anterior junto, quizá? Llegar a la mayoría de edad es algo que recién desde que inició la pandemia comencé a sentir y entender en realidad, es cierto que anteriormente ya había trabajado, pero no era consciente al cien por ciento de las responsabilidades que debía asumir conmigo y con los demás. Nadie es perfecto y menos quien escribe; no obstante, algo que aprendí en el colegio (el de Trujillo, no el de Lima) fue la empatía. ¿Cómo ponerme en la situación del otro si no he pasado por dicha experiencia? Simple. Solo escúchalo y no le digas qué hacer, solo acompáñalo. Sentirse solo es como caminar por el espacio y caer en un agujero negro. La compañía y el buen trato nos arrancan siempre una sonrisa y, esto último, en algunas ocasiones, es lo único que necesitamos.

Hace un poco más de un año, el trabajo al que ingresé días antes de que se decrete la primera cuarentena me puso en la calle. Allí hice amistades que no olvidaré jamás: compañeros de mi rubro, personal policial y militar, y vecinos de la zona que producto del sistema en el que vivimos tuvieron que dedicarse al comercio ambulatorio. Nunca me sentí solo. Durante más de quince semanas estuve cara a cara en lugares críticos de esta caótica ciudad conversando con las personas, luego pasé a un trabajo más administrativo y de puertas cerradas, y recién hace un par de meses regresé a la cancha. De lo anterior ya habrá tiempo para los detalles, pero aquí quiero contarles de mi retorno. No estaba preparado del todo para la calle de nuevo, fundamentalmente, porque ingresábamos al punto crítico de esta segunda ola, pero las oportunidades se presentan una sola vez y a estas alturas de mi vida no podría desaprovechar otra más. Me llenó de adrenalina la llamada de la noche anterior por parte de una chica con voz aguda de quien no recuerdo nada más allá de dos cosas: su tono bonachón con el que algunos hablan para agradarle a todo el mundo y la noticia de que mi trabajo del día siguiente sería en uno de los corredores exclusivos (por no decir el único en la actualidad) que tiene nuestra Lima: el Metropolitano.

Era jueves. Me desperté a las cinco y treinta de la mañana a hacer mi rutina de ejercicios cotidiana y luego comencé a alistarme. Hacía tiempo que no despertaba con tanta expectativa, tal vez, desde cuando fue mi primer día de clases de la universidad. Tenía emoción por conocer al nuevo ecosistema laboral en el que conviviría por un buen tiempo, pero también tenía miedo de no encontrarme cómodo y hacerlo notar. Pensaba en ello mientras me cepillaba los dientes hasta que una de mis encías empezó a sangrar. Me enjuagué un poco, guardé el cepillo y crema dental en su estuche de tela, e ingresé a la ducha.  Vaya sorpresa la que me di al percatarme que no había shampoo, el frasco estaba vacío. Salí intempestivamente sin sandalias ni toalla a buscar su reemplazo entre las cosas de mi armario. Encontré uno que tenía la etiqueta de "niños", lo abrí y dejé que el agua recorriera toda mi espalda. Quería salir de casa sin un ápice de estrés ni carga emocional alguna. Mientras cerraba el caño de la ducha, mi celular comenzó a vibrar. Como lo había dejado al extremo de la bañera, lo sujeté con las manos aún mojadas para evitar que se cayera. Tenía dos llamadas perdidas y un mensaje de whtatsapp en el que se dirigían a mí por mi nombre en diminutivo. Era él.

Ya nos habíamos visto antes la oficina donde antes laboraba. Recuerdo que fue un día de semana en la tarde en el cuarto piso. Había subido a hacer unas consultas técnicas y mientras esperaba que la jefa del área se desocupara, me acomodé en cuclillas recostado en la pared por un momento. De pronto, llegó él, con su camisa doblada y pantalones sin cuidar, nos dimos la mano y me preguntó qué hacía. No recuerdo qué le respondí, pero sí que se me vino a la mente un anécdota que tuvo con él un compañero de trabajo. Ambos habían estado probándose los polos de la institución en la que trabajamos y él se sacó la camisa para probarse la nueva prenda. Mi amigo, al parecer, se quedó atónito, pues luego me contó ello casi con la misma emoción y conteniendo la respiración que seguramente experimentó en ese instante. Por ello, al verlo ese día con un chaleco encima me reí internamente con cierta timidez al recordar algún detalle que mi amigo me contó sobre él. Él ni se percató de ello, solo pensaba en el premio que recibiría por su buen desempeño. "¿Así vas a ir", le pregunté como haciéndole notar que faltaba arreglar algo en su atuendo. "¿Qué pasa?", me repreguntó él con su tono paternal habitual. En lugar de responderle fui directamente al cajón de una de las chicas que trabajaban en ese nivel y saqué las tijeras más grandes que encontré. La abrí y las pegué cerca a su rostro, exactamente, al costado de su mascarilla. Había unos hilos colgando de su tapabocas que llegaban hasta su cuello y él no se había dado cuenta. Me sonrío e intuí que me regalaba una sonrisa en agradecimiento. Si bien no tenía claridad sobre cómo sería mi nuevo trabajo, por lo menos sentía seguridad de que con él la relación sería agradable. Las primeras impresiones quedan marcadas para siempre, dice un dicho coloquial. Tal vez aquí me equivoqué, o tal vez no.